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Las Guerras de los Judíos
Flavio Josefo
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PROLOGO
Son importantísimas las obras de Flavio Josefo para la buena comprensión de los documentos del
Nuevo Testamento. Puede decirse que sin el libro Antigüedades de los Judíos --y todavía más, sin la
obra que tenemos el placer de poner en manos de nuestros apreciados lectores: LAS GUERRAS DE
LOS JUDIOS- sería imposible representarnos el periodo greco-romano de la historia de Israel.
La autobiografía de Josefo, que aparece en el tomo I, ha sido tachada de excesivamente favorable
a su propio autor, y por cierto que lo es; pero creemos que con mucha razón. El mismo relata su
procedencia de una familia de alta jerarquía sacerdotal. Nació en el año 37 6 38 de nuestra Era (o sea,
en los mismos inicios del Cristianismo, para tener una referencia comparativa con nuestros
documentos cristianos) y en el primer año del reinado de Caligula (para establecer una relación con la
historia romana). Realizó estudios brillantes --de lo que también se lisonjea--, de suerte que a los 14
años ya era consultado acerca de algunas interpretaciones de la ley. Conoció las sectas principales en
que se dividían entonces los Míos, y nos dice que estuvo tres años en el desierto bajo la dirección de
un ermitaño llamado Banos, probablemente esenio o relacionado con la secta de los esenios, aunque
el mismo Josefo no lo dice. Cuando creyó estar suficientemente instruido, dejó su retiro y se adhirió
al fariseísmo. Por este tiempo los judíos se dividían en tres sectas princípiales: los saduceos, los
fariseos y los esenios. Representaban la derecha, la izquierda y la extrema izquierda del legalismo
judío.
Los saduceos se reclutaban entre la nobleza, los sacerdotes y los que hoy llamaríamos
intelectuales; eran secuaces del helenismo y no creían en una misión especial de carácter sagrado por
parte de los Míos como consecuencia del llamamiento de Abraham. No admitían ni la fe en la
resurrección de los muertos ni la angeología de los fariseos, y no tenían simpatía alguna por el
Mesianismo. Los encontramos con frecuencia unidos con los sacerdotes y escribas como enemigos
confederados de Jesucristo, ya que, aunque parezca incongruente, algunos de los sacerdotes
pertenecían a esta secta escéptica.
Eran los políticos realistas, a quienes parecía utópica la idea de
una dominación Mía del mundo. Formaban una minoría muy pequeña, pero grandemente influyente
en los días de Cristo.
Los fariseos, en cambio, pertenecían a la clase media del pueblo, y formaban un partido legalista
estrictamente judío. Sostenían que los Míos debían ser un pueblo santo, dedicado a Dios. Su reino era
el Reino de Dios. Se destacaban mucho en la sinagoga, donde el pueblo recibía instrucción de los más
cultos entre ellos, y eran muy admirados por tal razón por el pueblo; pero Jesús descubre entre ellos
mucha hipocresía. Sauto de Tarso era uno de los pocos fariseos sinceros, y fue escogido por el Señor.
En cuanto a los esenios, sabemos que formaban una pequeña minoría religiosa que vivían en
comunidades, de un modo muy parecido a los frailes de nuestros; pero su ideal era tanto político
como religioso. Procuraban poner en práctica un humanitarismo muy estricto, un verdadero reino de
Dios sin ninguna restricción de Estado, sin leyes civiles ni religiosas, pero de absoluta obediencia al
superior, llamado el Maestro de Justicia.
Los esenios se consideraban como el pueblo escatológico de Dios, pues creían que su
cumplimiento de la ley traería la intervención divina en forma de una guerra quería fin a todos los
gobiernos de la Tierra; por tanto, para la admisión en la secta se requería un noviciado de dos o tres
altos, la renuncia a la propiedad privada y, en muchos casos, al matrimonio. Una vez aceptado el
nuevo miembro, trabajaba en agricultura y artes manuales, pero sobre todo se dedicaba al estudio de
las Escrituras. Tenían asambleas comunitarias y practicaban abluciones diarias y exámenes de
conciencia.
El descubrimiento de las cuevas de Qumram nos ha proporcionado en estos últimos altos muchos
datos acerca de la vida de esta comunidad judía y su partido dentro del pueblo de Israel, más que
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aquello que tenemos de los fariseos y saduceos, aunque éstos habían sido, hasta hoy, más conocidos
por las abundantes referencias que de ellos tenemos en el Nuevo Testamento.
Tal era, poco más o menos, el cuadro social, político y religioso de Israel en tiempos de Josefo -y
asimismo en tiempos de Jesucristo y sus apóstoles-, y ello es lo que hace fascinantes los -relatos de
Josefo, por sus coincidencias con el Nuevo Testamento, que acreditan la veracidad histórica de los
libros sagrados.
En el año 64, Josefo fue encargado de ir a Roma con la misión de solicitar la libertad de dos
fariseos detenidos por la autoridad romana. Allí fue presentado a Popea, a la que halló bien dispuesta
en favor del pueblo Mío, como resultado de los informes que habla recibido de un comediante judío
llamado Alitiros. Gracias a Popea, Josefo obtuvo éxito en su demanda: sus compatriotas fariseos
fueron puestos en libertad y, por añadidura, recibió de la emperatriz algunos regalos.
Se cree que de esa estancia en Roma provino su sentimiento, si no de lealtad inmediata hacia los
romanos, por lo menos la convicción de que el poder romano era invencible, y desafiarlo constituía
una locura de los judíos. Cuando, poco después de regresar a Judea, estalló la revuelta del año 66 se
puso a su servicio, pero con una confianza ya desfallecida por anticipado.
A pesar de su convicción pro-romana que le presentaba la empresa como una alucinación de los
patriotas judíos, no rehuyó su concurso a la lucha. Encargado -seguramente par Josué-ben-Gamala-
de defender Galilea, acaso no puso mucho ardor en esa tarea. El lector encontrará en estas páginas
cómo fue sitiado por Vespasiano en la fortaleza de Jotapata y las tretas con que se defendió. La
rendición fue en condiciones poco gloriosas, reputada más bien como vergonzosa por los patriotas
judíos, y la acogida que encontró inmediatamente ante el vencedor nos hace comprender cuál era su
estado de ánimo y la influencia que había recibido de su estancia en Roma.
Desde el campo de los romanos pudo enterarse con muchos detalles del sitio de Jerusalén, y desde
él instó en vano a los Míos a apresurar su capitulación, pues temía para sus compatriotas las
consecuencias de su terquedad.
Después de la toma y saqueo de la ciudad santa, creyó sensato escapar a la probable venganza de
algunos patriotas exaltados que criticaban su conducta, y siguió a Tito a Roma. Allí le fue concedida
la ciudadanía romana y tomó el nombre de Flavio (Flavius), como convenía al judío importante que
frecuentaba el trato de Vespasiano y de Tito.
Como quiera que se trata de un hambre que sabía manejar bien la pluma, tanto cuando escribía en
arameo como en griego, los eruditos lamentan que no dé más detalles de las fuentes que utilizó para
su trabajo; pero el ser testigo de vista dice mucho en su favor, ya que habla de su experiencia, aunque
es de notar que más que historiador es un apologista que acumula deliberadamente hechos de su
especial interés.
Josefo fue un hombre de acción, guerrero, estadista y diplomático. Por fuerza había de teñir con
colores personales los hechos que -refiere, de los cuales no ha sido solamente un espectador, sino un
actor apasionado.
Josefo repite sus protestas de que ha escrito sólo para quienes aman la verdad. y no para los que
se deleitan con relatos ficticios. Advierte que no ha de admirarse tanto la belleza de su estilo como la
sujeción a la verdad; pero el hecho real es que no es un escritor desmañado. Al contrario, emplea con
bastante éxito los recursos del arte literario. Y los discursos que pone en boca de algunos de sus
personajes son bellos y bien probables, si no literalmente exactos.
Por ello, todos los historiadores a través de veinte siglos, a pesar de las críticas de que han sido
objeto su libros, han tenido que recurrir a ellos como una valiosa fuente de información.
Sobre todo para los cristianos ' las obras de Josefo son de un indudable e inapreciable valor
histórico para cotejarlas con los relatos inspirados que tenemos en el Nuevo y aun en el Antiguo
Testamento.
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PROLOGO
D E
FLAVIO JOSEFO
A LOS SIETE LIBROS DE LAS GUERRAS DE LOS
JUDÍOS
Porque la guerra que los romanos hicieron con los judíos es la mayor de cuantas muestra edad y
nuestros tiempos vieron, y mayor que cuantas hemos jamás oído de ciudades contra ciudades y de
gentes contra gentes, hay algunos que la escriben, no por haberse en ella hallado, recogiendo y
juntando cosas vanas e indecentes a las orejas de los que las oyen, a manera de oradores: y los que en
ella se hallaron, cuentan cosas falsas, o por ser muy adictos a los romanos, o por aborrecer en gran
manera a los judíos, atribuyéndoles a las veces en sus escritos vituperio, y otras loándolos y
levantándolos; pero no se halla m ellos jamás la verdad que la historia requiere; por tanto, yo, Josefo,
hijo de Matatías, hebreo, de linaje sacerdote de Jerusalén, pues al principio peleé con los romanos, y
después, siendo a ello por necesidad forzado, -me hallé en todo cuanto pasó, he determinado ahora de
hacer saber en lengua griega a todos cuantos reconocen el imperio romano, lo mismo que antes había
escrito a los bárbaros en lengua de mi patria: Porque cuando, como dije, se movió esta gravísima
guerra, estaba con guerras civiles y domésticas muy revuelta la república romana.
Los judíos, esforzados en la edad, pero faltos de juicio, viendo que florecían, no menos en
riquezas que en fuerzas grandes, supiéronse servir tan mal ¿el tiempo, que se levantaron con
esperanza de poseer el Oriente, no menos que los romanos con miedo de perderlo, en gran manera se
amedrentaron. Pensaron los judíos que se habían de rebelar con ellos contra los romanos todos los
demás que de la otra parte del Eufrates estaban. Molestaban a los romanos los galos que les son
vecinos: no reposaban los germanos: estaba el universo lleno de discordias después JA imperio de
Nerón; había muchos que con la ocasión de los tiempos y revueltas tan grandes, pretendían alzarse
con el imperio; y los ejércitos todos, por tener esperanza de mayor ganancia, deseaban revolverlo
todo.
Por cosa pues, indigna, tuvo que dejar de contar la verdad de lo que en cosas tan grandes pasa, y
hacer saber a los partos, a los de Babilonia, a los más apartados árabes y a los de mi nación que viven
de la otra parte del Eufrates, y a los adiabenos, por diligencia mía, que tal y cual haya sido el
principio de tan gran guerra, y cuántas muertes, y qué estrago de gente pasó en ella, y qué fin tuvo;
pues los griegos y muchos de los romanos, aquellos ti lo menos que no siguieron la guerra, engañados
con mentiras y con cosas fingidas con lisonja, no lo entienden ni lo alcanzan, y osan escribir historias;
las cuales, según mi parecer, además que no contienen cosa alguna de lo que verdaderamente pasó,
pecan también en que Pierden el hilo de la historia, y se pasan a contar otras cosas; Porque queriendo
levantar demasiado a los romanos, desprecian en gran manera a los judíos y todas sus cosas. No
entiendo, Pues, yo ciertamente cómo pueden parecer grandes los que han acabado cosas de poco. No
se avergüenzan DEL largo tiempo que en la guerra gastaron, mi de la muchedumbre de romanos que
en estas guerras largo tiempo con gran trabajo fueron detenidos, mi de la grandeza de los capitanes,
cuya gloria, en verdad, es menoscabada, si habiendo trabajado y sufrido mucho por ganar a Jerusalén,
se les quita porte o algo del loor que, por haber tan Prósperamente acabado cosas tan importantes,
merecen.
No he determinado levantar con alabanzas a íos míos, por contradecir a los que dan tanto loor y
levantan tanto a los romanos: antes quiero contar los hechos de los amos y de los otros, sin mentira y
sin lisonja, conformando las palabras con los hechos, perdonando al dolor y afición en llorar y
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lamentar las muertes y destrucciones de mi patria y ciudades; porque testigo es de ello el emperador y
César Tito, que lo ganó todo, como fue destruido por las discordias grandes de los naturales, los
cuales forzaron, juntamente con los tiranos grandes que se habían levantado, que los romanos
pusiesen fuego a todo, y abrasasen el sacrosanto templo, teniendo todo el tiempo de la guerra
misericordia grande del pobre pueblo, al cual era prohibido hacer lo que quería por aquellos
revolvedores sediciosos; y aun muchas veces alargó su cerco más tiempo de lo que fuera necesario,
por no destruir la ciudad, solamente Porque los que eran autores de tan gran guerra, tuviesen tiempo
para arrepentirse.
Si por ventura alguno viere que hablo mal contra los tiranos o de ellos, o de los grandes
latrocinios y robos que hacían, o que me alargo en lamentar las miserias de mi Patria, algo más de lo
que la ley de la verdadera historia requiere, suplícole dé perdón al dolor que a ello me fuerza; porque
de todas las ciudades que reconocen y obedecen al imperio de los romanos, no hubo alguno que
llegase jamás a la cumbre de toda felicidad, sino la nuestra; ni hubo tampoco alguna que tanto miseria
padeciese, y al fin fuese tan miserablemente destruida.
Si finalmente quisiéramos comparar todas las adversidades y destrucciones que después de criado
el universo han acontecido con la destrucción de los judíos, todas las otras son ciertamente inferiores
y de menos tomo; pero no podemos decir haber sido de ellas autor ni causa hombre alguno extraño,
por lo cual será imposible dejar de derramar muchas lágrimas y quejas. Si me hallare alguno tan
endurecido, y juez tan sin misericordia, las cosas que hallará contadas recíbalas Por historia
verdadera; y las lágrimas y llantos atribúyalos al historiador de ellas, aunque con todo puedo
maravillarme y aun reprender a los más hábiles y excelentes griegos, que habiendo pasado en sus
tiempos cosas tan grandes, con las cuales si queremos comparar todas las guerras pasadas, Parecen
muy pequeñas y de poca importancia, se burlan de la elegancia y facundia de los otros, sin hacer ellos
algo; de los cuales, aunque Por tener más doctrina y ser más elegantes, los venzan, son todavía ellos
vencidos por el buen intento que tuvieron y por haber hecho más que ellos. Escriben ellos los hechos
de los asirios y de los medos, como si fueran mal escritos por los historiadores antiguos; y después,
viniendo a escribirlos, son vencidos no menos en contar la verdad de lo que en verdad pasó, que lo
son también en la orden buena y elegancia; porque trabaja cada uno en escribir lo que había visto y en
verdad pasaba; parte por haberse bailado en ello, y parte también por cumplir con eficacia lo que
prometían, teniendo por cosa deshonesta mentir entre aquellos que sabían muy bien la verdad de lo
que pasaba.
Escribir cosas nuevas y no sabidas antes, y encomendar a los descendientes las cosas que en su
tiempo Pasaron, digno es ciertamente de 1oor y digno también que se crea. Por cosa de más ingenio '
y de mayor industria se tiene hacer una historia nueva y de cosas nuevas, que no trocar el orden y dis-
posición dada por otro; pero yo, con gastos y con trabajo muy grande, siendo extranjero y de otra
nación, quiero hacer historia de las cosas que pasaron, por dejarías en memoria a los griegos y
romanos. Los naturales tienen, las bocas abiertas y aparejadas para pleitos para esto tienen sueltas las
lenguas, pero para la historia, en la cual han de contar la verdad y han de recoger todo lo que pasó
con grande ayuda y tramo, en esto enmudecen, y conceden licencia y poder a los que menos saben y
menos pueden, para escribir los hechos y hazañas hechas por los príncipes. Entre nosotros se honra
verdad de la historia; ésta entre los griegos es menospreciada; contar el principio de los judíos,
quiénes hayan sido y de qué manera se libraron de los egipcios, qué tierras y cuán diversas hayan
pasado, cuales hayan habitado y cómo hayan de ellas partido, no es cosa que este tiempo la requería,
y además de esto, por superfluo e impertinente lo tengo; porque hubo muchos judíos antes de mí que
dieron de todo muy verdadera relación en escrituras públicas, y algunos griegos, vertiendo en su
lengua lo que habían los otros escrito, no se aportaron muy lejos de la verdad; pero tomaré yo el
principio de mi historia donde ellos y nuestros profetas acabaron. Contaré la guerra hecha en mis
tiempos con la mayor diligencia y lo más largamente que me fuera Posible; lo que pasó antes de mi
edad, y es más antiguo, pasarélo muy breve y sumariamente. De qué manera Antíoco, llamado
Epifanes, habiendo ganado a Jerusalén, y habiéndola tenido tres años y seis meses bajo de su imperio,
fue echado de ella por los hijos de Asamoneo; después, cómo los descendientes de éstos, por
disensiones grandes que sobre el reino tuvieron, movieron a Pompeyo y a los romanos que viniesen a
desposeerlos y privarles de su libertad. De qué manera Herodes, hijo de Antipatro, dio fín a la
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